– Yo soy chavista.
Así dijo Ernesto a su papá y a su tío, que lo miraban con admiración y sorpresa. Conversaban los tres y él lanzó esa afirmación. Ernesto tiene seis años y lo primero que cantó fue el Gloria al Bravo Pueblo, la aprendió con su mamamía, como le dice a su abuela, con quien también veía a Chávez por televisión. Las alocuciones del Comandante acompañaban a Ernesto y a sus abuelos que lo cuidaban desde muy chiquito, mientras su mamá trabajaba.
Ernesto es mi sobrino. Aunque vivimos lejos, estamos muy juntos, somos mejores amigos y me enseña muchas cosas. Tenía casi cuatro años cuando Chávez se eternizó.
– No llores tía, ahí está Chávez. Me dijo, mientras señalaba la televisión. Era cierto, su palabra y su obra permanecen. Solo un niño, despojado de los miedos comunes de la adultez, podía decirlo así, tan claro, tan seguro.
Por eso, cuando fui al Cuartel de la Montaña, la mañana del 24 de julio, pensé en él, en que quería que estuviera conmigo.
Las actividades celebrativas por el natalicio sexagésimo primero del Comandante empezaron esa mañana. Pronto, miles de niños, niñas, jóvenes, adultos, abuelitas y abuelitos, llenaron el Cuartel. Llegaron de todas partes de Venezuela, algunos de otros pueblos y naciones. Rendir honor al Gigante fue primero, luego evocaron su niñez en Sabaneta de Barinas; la vida sencilla y llena de amor del arañero, sus juegos, sus afectos, sus ejemplos de vida, sus sueños.
Se hicieron flores de origami, se pintó y coloreó. Los visitantes jugaron chapitas, leyeron e intercambiaron libros, se nutrieron en los conversatorios y apreciaron una muestra de teatro, danza y música dedicada a Chávez y a Venezuela.
Visité el Cuartel a diario por una semana, vi la emoción de quienes peregrinaron recorriendo largas distancias, muchos venían por primera vez y se confundían con quienes vienen siempre.
Los niños y niñas jugaban y reían, bailaban, recitaban poemas, cantaban. El pequeño arañero de Sabaneta, estaba en ellos, también Ernesto. Y por fugaces momentos, fui testigo de su interés, su curiosidad, su sorpresa, su alegría, su amor.
La víspera del natalicio del comandante, muchos más niños y niñas visitaron el Cuartel.
-¡Chávez!
Oí que gritó una niña al ver su imagen en la sala contigua a la Flor de Los Cuatro Elementos.
-¿Esos son los soldados de Simón Bolívar?
Me preguntó un niño, impresionado por los Húsares que velan el sueño eterno del comandante.
Mientras le respondía, una niña, mirando a uno de ellos, preguntó abiertamente.
-¿Tienes frío?
Y los ojos del Húsar, erguido, estoico, no pudieron resistirse a responder. «No mi niña, no tengo frío».
Mientras salía al patio central, escuché un golpe de joropo y los aplausos del público dirigidos a Pedro, un catire de seis años que aprendía a bailar joropo con la Compañía Nacional de Danza. Pedro emulaba a los bailarines con movimientos precisos, su energía y su interés llamaron la atención del público que reía y aplaudía emocionado porque se revelaba ante ellos el talento del pequeño.
Por esos días, supe de las risas y las lágrimas de los amorosos que visitaron el remanso del comandante, y de los que trabajaron en su nombre todos los días, dándose en cada encuentro con la gente. Privilegio para mí, grabar esos momentos en mi memoria.
Espero volver pronto con Ernesto, para que juntos contemplemos el sagrado silencio del comandante y aprendamos de memoria las formas de su amado Cuartel, cuyos muros lo recibieron como a un soldado bolivariano y lo vieron transformarse en el líder político más importante de este siglo, el más amado, una madrugada de febrero de 1992.
Por: Dariela Tello